Nunca lo sabré. Tras veinte años aún no he podido
encontrar la respuesta. Finalmente decido contarlo quizá, para empezar a
olvidarlo y así, en el futuro, no poder recordarlo. Son muchos los detalles que
he olvidado desde aquel día en un hotel a las afueras de Barcelona. No es algo
que me preocupe en exceso, todo lo que no recuerde puede ser inventado, de
forma que podré viajar de la realidad a la ficción sin saber por momentos dónde
estoy. Lo que ahora sigue son sus palabras, o lo que queda de ellas.
Mi madre se casó al
poco de saber que estaba embaraza del que iba a ser el primero de sus hijos.
Yo. En aquel entonces parecía imposible criar un hijo fuera del matrimonio y su
madre, la que fue mi abuela, jamás lo habría aceptado. Después, vinieron dos
más. Y se fue alguno que otro, como mi padre, que pronto decidió que eso no era
lo suyo. Jamás volvió. No puedo decir que sea algo que no me atormentara
durante buena parte de mi infancia, pero con el paso del tiempo llegué a
comprender que fue lo mejor. Crecí en un
ambiente de esos que llaman normal. Las familias, como hoy sigue ocurriendo, se
clasificaban en función del nivel de ingresos que cada mes entraba por la
puerta de casa. La mayoría de ellas, trataba de llegar al segundo grupo, el de
la clase media, pero eran muchos los meses en los que a nosotros nos era imposible
encajar en él. La verdad es algo que me
importa aún menos que el haber dejado de ver a mi padre al mismo tiempo en el
que descubrí que no pasaba absolutamente nada si me encerraba en el baño,
cuatro veces por día, para masturbarme pensando en la mujer de turno que veía
en las revistas del quiosco de abajo. Con algunas de ellas soñaba iba a casarme. No era capaz de comprender
que ya no era sólo una cuestión de edad o de las gafas enormes sin las cuales
no era capaz de verme la punta de los pies. Era, como descubrí al cabo de unos
cuantos años, de estatus. Ésta es la
forma estúpida de cómo llaman ahora a que la gente con dinero suele encontrarse
con la gente que tiene aún más dinero.
Ordenar todos los apuntes que él dejó no resulta nada
fácil. Más aún cuando la mayoría no tienen ni tan siquiera fecha. El día que apareció
en mi casa con una enorme caja repleta de papeles y apuntes en sucio no entendí
muy bien por qué había yo de guardarlos, aunque finalmente accedí a bajarlos al
trastero donde han permanecido hasta hoy. Recuerdo que aquel día era muy
temprano, hacía poco que había decidido mudarme a Barcelona con mi mujer. A
ella nunca le gustó Madrid, y no paraba de suplicarme que pidiera el traslado a
la delegación que el periódico tenía allí. Al cabo de unos meses mi jefe accedió.
No teníamos una relación especialmente buena, pero llegaba puntual cada mañana
y eso parecía gustarle. Era, como decía, temprano, ese día no fui a trabajar
porque una gripe me había dejado sin las ganas suficientes de levantarme. De
forma que llamé a la oficina antes de mi hora de entrada y dejé un mensaje.
Después no pude dormirme, pero seguí allí, en la cama, viendo como los efectos
de la gripe parecían disminuir cada minuto. El placer comenzaba a ser intenso
cuando de pronto escuché el sonido del timbre. Dudé si levantarme o dejarlo
pasar, finalmente accedí a ver quién osaba joderme ese momento con tanta
insistencia. Descolgué el teléfono de la puerta con la intención de aplacar
tanto ímpetu cuando de repente escuché su voz. Eran muchos los años sin
hacerlo, pero estaba seguro de que era él. ¿Cómo diablos me encontró? Es algo
para lo cual tampoco tengo respuesta.